El sábado pasado asistí a una de las ponencias del II Ciclo de conferencias de la asociación Besos y Brazos, en el Hospital Universitario de Fuenlabrada de Madrid.

La charla fue impartida por Yolanda González, psicóloga infantil, en relación a las emociones de los niños y las nuestras. Si después de leer su libro Amar sin miedo a malcriar me declaré fan suya, ahora todavía más.

En un tono cercano, claro y directo, Yolanda defendió la importancia de empatizar con los niños, de entender sus emociones y de respetar las etapas evolutivas sobre las que se van desarrollando nuestros pequeños. Pensar siempre un poco las cosas antes de actuar pues, la mayor parte de las veces, reaccionamos sin tener en cuenta que nuestro bebé aún no tiene suficientemente maduro su cerebro racional, así como las exigencias que les imponemos desde el mundo adulto impidiendo un crecimiento más fluido y relajado.

La importancia de la empatía

Una de las cosas que me planteo cuando me pregunto cómo hacer las cosas es cómo me sentiría yo si estuviese en el lugar de mi hija, teniendo en cuenta sus necesidades y no lo que para mí es «razonable». Entonces descubro que para ella mis argumentos no tienen tanto sentido (o ninguno) e intento darle la vuelta a la situación para encontrar el equilibrio.

La empatía es fundamental en el camino de la crianza y, además, nos ayuda a ser más asertivos en nuestra vida en general. Si probamos a ver el mundo desde los ojos de un niño, el cuento cambia totalmente. Se evidencian las incongruencias que cometemos, porque somos tan adultos y tan razonables y entendemos tanto las cosas que ellos se niengan a comprender, que la cabezonería nos ciega sin permitirnos ver la solución más sencilla. Muchas veces no es tan complicado como lo queremos hacer.

Es más fácil adaptarse que luchar a contracorriente. A veces parece que jugamos en equipos diferentes, que competimos a ver quién puede más, en lugar de colaborar conjuntamente para disfrutar la crianza de una forma más saludable.

El cerebro del bebé

El cerebro de los seres humanos consta de tres partes: el cerebro primitivo (o reptiliano), el cerebro emocional y por último el cerebro racional. El cerebro primitivo es el más básico, común a todos los animales y necesario para la supervivencia. Se encarga de asegurar la respiración, el alimento y en definitva el bienestar básico. El cerebro emocional (sistema límbico) es el encargado de gestionar las emociones como el miedo, la ira o el instinto maternal. Y por último, el cerebro racional o córtex cerebral. Es el que nos ofrece la capacidad de razonar, empatizar, imaginar o resolver problemas.

Los bebés nacen con el cerebro emocional desarrollado pero no así el cerebro racional, cuya mielinización no se producirá hasta los dos o tres años de edad. De aquí el sinsentido de procurar explicarle a un niño pequeño por qué no puede hacer esto o coger aquello. No es una cuestión de egoísmo, es una cuestión de desarrollo. No se trata de hacerles comprender las cosas sino de comprender la etapa en la que se encuentran.

Un mundo racional

Las emociones son igual de importantes o incluso más que la razón, pues dependiendo de cómo nos sintamos actuaremos de una forma u otra. Yolanda nos decía «siento, luego pienso», puesto que las emociones forman parte de nosotros y tenemos que aceptarlas. Desde pequeños quieren que nos deshagamos de la rabia, el llanto o el enfado, cuando las emociones no desaparecen sino que siempre buscan una vía de escape. Por mucho que intentemos reprimirlas saldrán cuando menos lo esperemos o de la forma menos oportuna. Las emociones no se pueden suprimir; podemos ocultarlas pero no deshacernos de ellas. Por eso es tan importante buscar una forma de expresarlas.

Hemos de aceptar que están ahí y, no sólo eso, sino aprender que son fundamentales. Tanto las emociones positivas (esto es, la alegría) como las emociones «mal vistas» (la ira, el llanto o el miedo). Generalmente intentamos guiarnos por la razón, lo razonamos todo y pensamos que es la forma correcta de actuar, pero también es necesario escuchar cómo nos sentimos para actuar en consecuencia y así formar un tándem entre emoción y razón.

Acompañemos a nuestros niños durante el aprendizaje de las emociones, dándoles nombre y sobre todo aceptándolas y permitiéndolas ser ya que, de cualquier otro modo, las estaremos reprimiendo generando confusión y culpa en los pequeños que, más tarde, se convertirán en adultos con dificultades para gestionar sus emociones.

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